Híjole, ¡cómo odio ir a cortarme el pelo! ¡Lo traiga corto o largo, lo detesto! Al menos traigo el cabello cómo a mi me gusta, pero eso sí, tengo que irlo a despuntar una que otra vez para mantener el cuidado de éste y porque llega un punto en que los nudos son un doloroso castigo.
Hoy fue uno de esos días en los que tuve que ir a la peluquería. Llegué y al momento en el que entré me preguntaron si venía a cortarme el cabello y dije que sí, ¿qué demonios iba a ir a hacer a una peluquería yo solito? Pero bueno, me mandaron a la silla 6. Antes de llegar, un individuo me intercepta y con una cara de espanto, con los ojos bien abiertos y con una expresión que ni él se la creía, me preguntó si me iba a cortar el cabello. A lo que respondí que no, que sólo me lo quería despuntar. Cuatro segundos después, ya supe que él me iba a cortar el cabello.
Pinzas, cepillos y tijeras... El pobre cuate sólo se resignó a tener que despuntar mi enredad a cabellera. Y aquí entra la parte que detesto... No es el hecho que se tarden, es comprensible, pero las miradas de aquellos adultos que se van a cortar el cabello cortito, cortito y se me quedan viendo como bicho raro.
Al final, todo salió bien, no me coraron de más, pero cuando llegué a casa y me vi en el espejo, faltaba mucha mata... Pero recordé que mi cabello es chino y se encoge, y me lo puedo amarrar igual que antes, así que no hay pedo.
Odio a los peluqueros.
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